domingo, 9 de mayo de 2010

VOUYERISMO

Desde que volví a vivir a escasos metros de casa de mi madre se ha convertido en mi oasis particular. Todas las tardes, después de salir de trabajar, acudo allí para tomar cafés, fumar cigarros y leer periódicos. Pero sobre todo acudo para observar.

Es una cafetería normal. Su decoración es la misma que cuando con sólo seis años vine aquí tras cumplirse la ilusión de mi padre, que después de trabajar durante cuarenta años, soñaba con tener una casa con jardín. Por aquel entonces yo no iba a bares ni a cafeterías si no era acompañado de mis padres y éste era un sitio que no solíamos frecuentar. Con el tiempo, mi madre y yo nos enteramos de que en sus últimos meses de vida mi padre encontró en él, el lugar donde fumarse los últimos cigarros a escondidas mientras le devoraba un cáncer de pulmón.

Como decía, nada ha cambiado. Todo sigue igual que como lo recordaba. En estos meses he entendido el por qué. Su propietario y sus clientes siguen siendo los mismos que hace treinta años. Han cambiado sus hábitos, eso sí, porque muchos de ellos ahora están jubilados. Me atrevería a decirles, y no creo que me equivocara, que podría adivinar sus horarios de llegada y sus consumiciones diarias. Confieso que soy un ‘voyeur’ y que entre hoja y hoja de periódico les observo con detenimiento.

Ron con cola a partir de las siete de la tarde. Vende coches. Casado. Aficionado al deporte de prensa y televisión. Vecino de plaza. Siempre solo. A partir del tercer ron suelta su lengua y eso, en algún momento, le debió ocasionar problemas con el resto de clientes habituales.

Gin tonic a partir de las ocho de la tarde. Enfermera. Separada. Siempre sola. Comparte conversación con los habituales porque, a pesar de que sería capaz de tumbar a muchos chavales botellonófilos, nunca pierde la compostura. Alguna vez he observado como, dentro de una bolsita blanca, el camarero le vende dos botellas de tónica antes de cerrar.

Cerveza o vino a partir de las once de la mañana. Horario ininterrumpido. Ingeniero jubilado y viudo. Superó un cáncer de pulmón. Ha dejado de fumar pero creo que el último vaso de agua que tomó fue con la última pastilla que le dieron antes de darle el alta. Simpático y dicharachero. Amigo y ex compañero de mi padre. A partir del cuarto vino siempre me lo recuerda.

Tinto y blanco. Horario aleatorio. Pareja. Viudo él, hace pocos meses. Separada ella, hace unos años. Se dan la mano y se acarician levemente sentados en las banquetas. Se conocieron aquí y un día decidieron que, en lugar de irse cada uno a su casa, irían cada semana a la de uno de ellos para intentar no coincidir con la visita de los hijos de ella.

“Bien pronto se ha consolado”. Opinan ellas. Son el sector duro. Descafeinados e infusiones. Horario vespertino. Se encargan de velar por la moral de todos nosotros. Creo que me aprecian. Me han visto crecer. Siempre seré el niño que se quedó pronto sin padre, que le lleva la compra a su madre y que nunca prueba el alcohol en nuestro oasis. Además, un día me vieron salir en Antena Aragón y soy lo más cercano a Jorge Javier y a Cantizano que conocen.

Hay muchos más. Pero somos siempre los mismos. Todos tienen una historia. No sé cómo me verán ellos a mí. Yo creo que les miro porque tantas horas allí, solo, me sirven para proyectar mis tristezas en sus soledades. Quizá me dé miedo mirarme a mí mismo porque hace meses que no me encuentro. O sí que me encuentro, pero no me gusta lo que veo.

Les contaré dos secretos.

El primero es que yo todavía ocupo una de las mesas de la cafetería. Aún no tengo la categoría necesaria para ocupar un puesto en la barra. Lo respeto. Aunque esté vacía yo me voy a una de las mesas por si llega alguno de ellos no ocupar su lugar habitual. Tampoco participo de sus conversaciones. Sólo soy un oyente. Su ley no escrita impide opinar si ellos no te preguntan.

El segundo es que, qué quieren que les diga, les estoy cogiendo cariño. El roce, ya saben.

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