domingo, 9 de mayo de 2010

EL BANQUETE DE LAS MIGAJAS

Ayer estuve de Comunión. Bueno, en “The High School Comunion”. Del principio al fin de la ceremonia, niñas, niños, padres, madres, abuelas, abuelos y sacerdotes no pararon de cantar y bailar. Incluso, en un momento del acto, aparecieron los tambores y los bombos de una cofradía zaragozana para homenajear a los comulgantes. José María Cano debería darse una vuelta por estas comuniones y seguro que encontraba un filón.

Dentro todo era música y fiesta. Fuera, no tanto. La parroquia en la que tenía lugar la ceremonia cuenta con un comedor social que, como podrán ustedes imaginar, cuenta con numerosos comensales. A esa hora, muchos de ellos ya se encontraban en la puerta haciendo fila para entrar.

Ojalá, el tabique que separa el comedor del lugar en el que los comulgantes recibían el Cuerpo y la Sangre por primera vez sean lo suficientemente gruesos como para que las personas que allí toman a diario su único plato caliente del día no tuvieran que escuchar lo que se les contaba a las niñas y a los niños.

Les contaban que tenían que ser muy buenos, ayudar a los pobres y también a los negritos de África que pasan hambre. Los invitados asentíamos y dábamos la razón al celebrante mientras veíamos en las princesas y almirantes que había sobre el altar nuestro acto de contribución a conseguir un mundo mejor. Al fin y al cabo, después de haberles hecho unos regalos carísimos y antes de irnos a comer un buen banquete estábamos dándoles a los homenajeados el “tú la llevas” de la conciencia.

Los adultos estábamos más preocupados por la fiesta, las fotos y que no se arrugaran los vestidos (“que hay que ver lo caros que son y al fin y al cabo nos los utilizas más que un día porque, fíjate, el pequeño le saca a éste una cabeza y para el año que viene ya no le sirve”) que por la palabra. Creo que, si hubiéramos escuchado atentamente lo que se les contaba a los niños, no hubiéramos esquivado a la entrada de la ceremonia a muchos de los que esperaban para degustar el banquete de las migajas que se les ofrece al otro lado de ese tabique.

Ni que decir tiene que el trabajo de la gente que diariamente se realiza en estos comedores y el de quienes colaboran económicamente porque esa comida llegue a todos esos platos merece todo el reconocimiento. Lo que no queda claro es por qué, mientras dentro hablábamos de amor y solidaridad, fuera evitábamos el contacto con quienes pedían unas monedas, tabaco o simplemente un poco de conversación.

Por eso espero que ese tabique no permitiera escuchar lo que se estaba diciendo al otro lado. Si mientras comían hubieran escuchado los que les aconsejábamos a los niños se les hubiera atragantado el alimento. No entenderían cómo fuera evitábamos su presencia y dentro asentíamos que el amor y la solidaridad servirán para que las generaciones futuras tengan un futuro idílico.

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